Mi oficio
Cuando una persona está asediada por una crisis existencial, un síntoma, un problema de relación aparentemente insalvable, a veces, acude a un psicólogo en busca de ayuda. A ofrecer esta ayuda dedico lo mejor de mis esfuerzos aunque he de decir que el modo en que entiendo el significado de ayudar, difiere mucho de como lo entienden la mayoría de mis colegas. No es una posición original mía, me alineo con una tradición minoritaria hoy, estadísticamente hablando, pero que sigue viva, vigente no por su poder social e institucional sino precisamente por el magnífico horizonte psicológico que permite otear.
Es nuestro axioma fundacional la postulación de la existencia de la psique como un factor autónomo e impersonal. Es decir, la psique o alma, es el medio en el cual se da nuestra existencia, estamos inmersos en ella. no es por tanto un órgano que tenemos, al modo de tener un riñón , por ejemplo. Parafraseando a Jung, la psique no está en nuestro interior, más bien nosotros estamos en su interior. Como el pez en el agua.
Pues bien, mi oficio es el de psicólogo y psicoterapeuta, por tanto, estudio la psique e intento cuidarla. Como psicólogo me intereso por cualquier fenómeno psíquico, como psicoterapeuta me las he de haber con una clase especial de fenómenos psicológicos, que constituyen el capítulo específico de lo que hoy denominamos psicopatología. Hasta aquí todo parece ir bien aunque la definición de psique, como factor autónomo, pueda sorprender a algunos, mejor a muchos, pues choca frontalmente con la visión hegemónica que o bien considera a la psique como un ente subjetivo y personal (psicologías personalistas), o bien la considera como un mero epifenómeno derivado de la actividad cerebral (neurociencias). En cambio para nosotros la psique es la realidad más absorbente, estamos irremediablemente ubicados en su interior, por tanto no hay, no podemos alcanzar un punto de vista exterior a ella, por ello nuestra posición nunca puede ser científica tal y como hoy se entiende, aquella posición en la que el sujeto se coloca frente a un objeto y lo estudia, lo manipula y lo transforma. Nuestra posición consiste en intentar entender la psique desde dentro de ella, desde su absoluta interioridad.
Como terapeuta mi posición, de acuerdo a la premisa de la que partimos es en cierto sentido muy simple: atender-cuidar al fenómeno psíquico, salvar al fenómeno de todo aquello que intenta descuidarlo, ignorarlo, violentarlo.
Las personas cuando acuden a la consulta presentan siempre su queja, o pedido de auxilio, pues están sometidos, presionados, agobiados por algunas experiencias psíquicas que parecen destinadas a destrozar su vida o al menos a complicarla mucho, demasiado. Las personas vienen presas de una ansiedad y deseo de superar lo más rápidamente posible sus achaques psicológicos, remontar la crisis rápidamente para que todo vuelva a ser como antes. A esta demanda muchos psicólogos tratan de dar respuesta de un modo taxativamente directo, se trata de escuchar las quejas del ego y de ayudar a que se restablezcan las condiciones que existían antes de la irrupción del trastorno o enfermedad, de esta manera se ponen al servicio del ego de la persona, del sujeto empírico, todos los esfuerzos, del terapeuta y del paciente se aúnan en torno a una misma meta, recuperar lo antes posible, la salud que el paciente entiende de un modo muy pragmático como la eliminación del síntoma, la salida de la crisis, la vuelta a la normalidad, etc.
Pero cuando empiezo a investigar cabalmente, la fenomenología y la historia del conflicto, el contexto vital en el que se da, una primera evidencia siempre parece aguardarme en algún recoveco de la narración del paciente. La situación puede enfocarse de la siguiente manera. Un ego que con sus opiniones, creencias, valores y conveniencias, lo que denominamos la agenda del ego, siempre está posicionado en contra de la experiencia psicológica que le acecha. Resulta comprensible se dirá ya que esta experiencia está dominada por el poder del síntoma o la crisis, y por tanto resulta angustiante, indeseable, etc. pero lo inquietante es que comprobamos que este cerrarase a la experiencia, o ir en su contra, no sólo ocurre en relación al síntoma, ocurre asimismo en otras áreas significativa de su vida y en otros momentos y experiencias no vinculados a la presencia del síntoma.
Esta cerrazón u oposición nunca es vista como tal por el ego mismo pues siempre tiene sus buenas razones para vivir de este modo, o al menos eso cree. Por ello que asediado por el síntoma o la crisis sin quererlo y cerrado a la experiencia sin saberlo, acaba adoptando la posición del víctima. Se siente víctima por los trastornos que le ocasiona el síntoma, las angustias o el sufrimiento que experimenta por la crisis. La posición victimista se presenta usualmente acompañada por emociones difíciles, tristeza e impotencia, rabia, resentimiento, furia, miedo, etc. Y requiere, por definición, la presencia del victimario, que muchas veces presenta una forma que se hace evidente en sus quejas, «estoy mal porque mi marido no me quiere, o por que mis padres me traumaron de pequeño», o por alguna que otra injusticia que se ha cometido con la persona, algunas veces el victimario resulta ser la misma persona, esto se ve sobretodo en las depresiones, donde es uno el culpable de los fracasos. De hecho la posición del víctima es consubstancial a la del juez. O atribuimos la culpa de nuestros males, al mundo o los otros o a nosotros mismo, pero siempre no las hemos de ver con un juez que acusa y dictamina sentencia. Con todo ello la persona no entiende lo que le está sucediendo, o le da una explicación que no le resuelve el problema, más bien, le condena a un círculo vicioso de repetidos fracasos y frustraciones. De hecho la emergencia del síntoma es generalmente, el resultado de la situación descrita. En otras palabras, siempre nos hallamos frente a una persona que vive en desacuerdo o consigo mismo o con su experiencia vital. Una experiencia reducida casi siempre a un espacio agobiante por la presencia y efectos del síntoma, y a un angosto horizonte que solo contempla víctimas y victimarios, buenos o malos, culpables o inocentes.
Quiero destacar aquí que la persona se encuentra totalmente alineada con el ego y su agenda y absolutamente en actitud de rechazo a la experiencia que está viviendo. Esta situación en la que ahora se encuentra de conflicto entre el ego y la experiencia que vive en forma de síntoma o crisis pues se considera que estos atentan contra la vida (0 la felicidad, o el bienestar, etc.) resulta ser de hecho una condición crónica que ahora, con la aparición del problema, se vuelve evidente. El síntoma irrumpe y fuerza unas condiciones vitales que el ego considera inapropiadas (dolorosas, angustiantes, inadecuadas, etc.) sin sospechar que el problema que ahora parece haber sobrevenido por la presencia del síntoma o el problema, o la crisis, no es más que el despliegue intensificado de una condición que se relaciona o que está determinada por un estilo de vida, mejor, por un modo de ser en el mundo. Se llama problema, o crisis, a una condición de la experiencia que resulta ser el auto-despliegue intensificado de un modo de vivir fijo, de una particular perspectiva vital, de un horizonte de comprensión que se nos impuso en una fase primigenia de nuestra existencia.
La perspectiva vital
Ya lo dijo Nietzsche, todo es flujo y perspectiva, en su usualmente malentendido perspectivismo radical, el filósofo arremete contra toda pretensión de estar en posesión de la verdad o de la realidad cuya posición niega o ignora que es fruto puntual de la perspectiva que impera en determinado momento. Incluso nuestras convicciones más firmes y nuestras percepciones más obvias, sólidas e inmutables no son sino el resultado de una perspectiva que en aquel momento se nos aparece como útil para la vida. Y esto ocurre tanto a nivel individual como colectivo y cultural. Sólo la falta de perspectiva histórica nos lleva a la ilusión que una determinada perspectiva es mejor y más sólida o verdadera que otra. El devenir como la única forma de ser, ya lo dijo Heráclito, ser es devenir, nada permanece. En cambio, esta idea que arraigó en nuestra cultura en sus mismos albores sufrió un destino trágico al ser muy pronto reemplazada por la idea platónico-cristiana que proclama la existencia de dos mundos, el de la apariencia que es mutable y engañosa y el de auténtica realidad que es fija y más real. El ser triunfó sobre el devenir y consolidó un mundo interpretado por una perspectiva de esencias y de verdades vinculadas a éstas. Los síntomas y crisis son producto necesario de tal perspectiva. Nacen de la fijeza de una interpretación que aunque en cierto momento fuera necesaria, su cristalización y rigidificación acabó atentando contra la vida, en nuestro caso, la vida psicológica.
Por esto desde la perspectiva terapéutica, ponemos en entredicho la clásica distinción entre verdad y mentira, puesto que la mentira en tanto que fenómeno que emerge expresa una verdad, revela una verdad, todo lo que la persona dice como mentira expresa su verdad. Como reza el dicho: «Por sus mentiras los conoceréis», mucho más que por sus verdades. La verdad es inescapable, cuando se huye de la verdad, esta huida es tan verdadera que es ya un enfrentamiento con la verdad.
En el trabajo terapéutico con un síntoma estamos de hecho trabajando en pos de la disolución de una perspectiva que no solo apresa a la persona y al paciente sino que mantiene apresados a la casi totalidad de una cultura. Por eso hay quien sospecha que los problemas personales, lo son solo en la medida que afectan a una persona pero que en definitiva son el problema del mundo, de una interpretación del mundo, la realidad, la sociedad, etc. que imperan en una cultura y época histórica determinada, en el caso de la nuestra de una visión o perspectiva que contempla desde la fijeza y constancia que identifica el ser como lo verdadero, y el aparecer como apariencia fugaz y engañosa.
Esta afirmacion filosófica tiene su correlato determinado en la consulta que siempre estamos ante un ego que es tal o cual cosa y se sustenta en unas ideas acerca de lo que es real y verdadero que raramente pone en cuestión. Solamente bajo la presión existencial de la crisis el ego se ve obligado a poner en duda, a poner a caldo muchas de las premisas, supuestos que le han acompañado toda la vida.
Esta es la tarea terapéuticamente difícil puesto que casi siempre el ego opone una feroz resistencia a desprenderse de lo que hasta ahora le dio solidez, seguridad, certeza, etc. Por tanto un espacio terapéutico no es como algunos creen un espacio de expresión de emociones, de apoyo y empatía, se asemeja más a un espacio de lucha. No es una lucha literal, no es una lucha entre dos personas cuyo desenlace sea la victoria de una sobre la otra. Es más bien una lucha implacable contra el prejuicio y el error.
Una parte importante del trabajo terapéutico consiste en conseguir que el paciente abandone las ideas, creencias, fantasías que tiene, mejor que le tienen a él, y que condicionan no sólo los conflictos y síntomas que padece sino su modo entero de ser-en-el-mundo. A este conjunto de ideas, creencias y fantasías le llamaremos la imaginación, distinguiéndola de entrada de la imaginación creadora (imaginatio vera). Una imaginación fantasmagórica que nos desencarna y nos obliga a vivir en un mundo denso de proyecciones e ilusiones sin par. Esta imaginación fantasmagórica es más poderosa en la medida que más está convencida la persona de su validez y realidad. Esto lo comprobamos inmediatamente cuando el paciente no puede evitar adoptar una posición victimista y se pierde en lamentos y quejas referidas a los supuestos agravios, daños y provocaciones que los demás le inflingen.
Esta imaginación fantasmagórica tanto puede tener efectos de inflación del ego, entonces la persoa se cree mejor que los demás o que su pareja, etc. o puede afectar en el sentido de la deflación en la que el sujeto se siente “peor” que los demás, culpable de lo que le pasa, de sus fracasos, etc.
Ya lo dijo la filósofa y mística Simone Weil “los hechos son divinamente desnudos, es nuestra imaginación que se empeña en revestirlos”. Esta autora, aunque de orientación cristiana, muy influída por una mirada gnóstica y platónica nos habla de la existencia de dos mundos, el mundo de la gravedad y el mundo de la gracia:
“Hay dos planos. Una manera de vivir que hace aparecer un mundo natural, en el que rigen las causas, los fines, los propósitos y la voluntad es el mundo de la gravedad, en este reino el que la sigue la consigue, si hay un fallo busco la causa. Un mundo de fines y medios, causas y efectos, un encadenamiento, el mundo normal que para los gnósticos es una prisión. Una mirada sobrenatural, reino de la gracia o ligereza, la pesadez que tira hacia abajo, no admite elevación, un trascender que no se logra por medios naturales). El efecto nunca puede superar a la causa. Cualquier esfuerzo no es sino una extensión del yo, que es pura pesadez. Si creo que me elevo solo me inflo, y me vuelvo más pesado y pedante. Solo puedo ser elevado por la gracia que viene de otro plano.” En términos un poco menos místicos, nos recuerda Einstein que un problema que se plantea a un nivel solo puede ser resulto en un nivel superior.
El proceso terapéutico
Un proceso terapéutico consiste en un viaje. Un viaje que se emprende sin alforjas, tan sólo con determinados instrumentos de orientación. El punto de partida suele perfilarse como una situación vital angustiosa, un sentirse en un punto muerto en el que no hay avance ni satisfacción y que puede abarcar un área de la vida (trabajo, familia, pareja, salud, etc.) o la existencia entera. Otras veces, se trata de un antiguo conflicto que no desaparece de la vida a pesar de los buenos intentos y los esfuerzos previos realizados, aún otras se trata de un estado de ánimo que independientemente de las circunstancias concretas que se viven parece adueñarse de las actitudes y de cualquier posibilidad de reacción.
Cada persona es única por tanto cada proceso terapéutico es único también, ni sus vericuetos , ni sus accidentes se pueden prever, y en cuanto a la meta tampoco se puede decir mucho. No se trata de eliminar los síntomas, esto puede ocurrir o no, puede resultar deseable pero a veces nos enfrentamos a síntomas que se instauran en la vida como una presencia inmutable. Tampoco se trata de cambiar las circunstancias que consideramos negativas, puesto que a pesar de ser la motivación más común que nos lleva a emprender el viaje, a entrar en terapia, a veces, casi siempre de lo que se trata es de que cambie uno, sobretodo que cambie la orientación desde la cual se juzgan negativas determinadas circunstancias.